sábado, 22 de diciembre de 2012

Adam.

A 21 de diciembre de 2012

Querida Marceline:

Quería contarte que ayer me sentí muy solo, tanto que ni escudriñando el ayer se podía borrar ese pellizco de soledad. Decidí por tanto ponerle remedio de algún modo, y me senté en el viejo sillón del comedor a esperar, con la mirada fija en el reloj que compraste en aquella feria de antiguallas francesas. Y te preguntarás entonces qué es lo que esperaba. No un milagro, no un golpe de suerte, tampoco el tenerte aquí. Simplemente daban casi las doce de la noche, y el niño curioso que estuvo en mí hace setenta y cinco años, jugaba impaciente con la idea de que, tal y como habían predicho esta mañana en el primer telediario, el fin del mundo anduviese cerca.

El fin del mundo... ese ya lo contemplé con mis propios ojos hace más de treinta años, y tú, querida, estabas junto a mí. En aquel entonces, bailar a los pies de la Luna nos parecía apocalíptico. Bebíamos conocimientos, tratábamos de dar con el remedio a nuestra incipiente sed de anticiparnos al futuro, y enlazábamos nuestras manos como si no hubiese mañana. Y en eso consistía todo, y por eso que creo fui tan feliz, porque pintábamos cada día como el último, y lo adornábamos con la belleza de la que goza cada nuevo amanecer.

Quizás algún día suceda, pero bastante me temo que no será hoy, ni mañana, ni tampoco dentro de tres años. Solo espero que se asemeje a cuando te tenía entre mis brazos...

Adam.


1 comentario:

Yo te digo dime , y tú me dices...