Y llovió, y siguieron lloviendo los siguientes abril, mayo y junio de aquel 78. Pero a la pequeña sonrisa de Elizabeth, tan merecedora de canciones de olvido como cualquier otra, le seguían trayendo más en cuenta los rayos de luz. Despertarse cada mañana y saber que sigues teniendo un sitio en tu propia vida, un signo de reconocimiento propio. Estar en tu lugar y apreciarte como lo que eres, y no como lo que los demás puedan creer.
Sí, todas aquellas cuestiones desamparadas y sin sentido habían ido a enrojecer a un lugar mejor, lejos de ella. Así que podría llover todo lo que el cielo mandase, que ya se las apañaría para sacar un paraguas de su bolsillo, o pintar una estela de colores junto al tintineo de las gotas. Si nada de aquello le fuera posible, la mejor opción sería rendirse y bailar bajo la lluvia.
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